sábado, 18 de setembro de 2010

 ISMENE REDIMIDA


LA PERSISTENCIA DE LA MEMORIA: VIOLENCIA POLÍTICA, MEMORIA HISTÓRICA Y TESTIMONIO EN ANTÍGONA, DE JOSÉ WATANABE Y EL GRUPO YUYACHKANI

Gino Luque Bedregal



Memoria, experiencia y discurso


En este punto de la exposición, los planteamientos de Teresa de Lauretis (Alice Doesn’t) y Joan Scott (“Experience”) sobre el concepto de experiencia pueden resultar bastante útiles para la argumentación que aquí se presenta y, de hecho, es posible extrapolar algunas de sus observaciones sobre el tema de la experiencia al objeto que aquí convoca nuestra atención, en la medida en que la memoria, tal como han señalado algunos críticos (Van Alphen, “Symptons of Discursivity” 24-26), puede entenderse como una forma de experiencia. En líneas generales, ambas autoras sostienen que la experiencia es, fundamentalmente, discursiva, por lo que no es tan directa ni está tan poco mediada como se suele asumir fuera del ámbito académico. Por tanto, la experiencia depende del discurso para existir, es decir, no solo depende de los eventos o de los acontecimientos acaecidos, sino que está mediatizada por el lenguaje y por el marco cultural interpretativo en el que dicho evento o acontecimiento se expresa, piensa y conceptualiza. Esta perspectiva supone, entonces, la disponibilidad de herramientas simbólicas como precondición para el proceso en el cual se construye la subjetividad.

De modo más específico, la redefinición del concepto de experiencia realizada por De Lauretis enfatiza el trabajo de la ideología. Así, sostiene que la experiencia es el proceso por medio del cual los seres sociales construyen su subjetividad. A través de este proceso, uno se pone a sí mismo o es puesto en la realidad social, y percibe y comprende como subjetivas (en la medida en que se originan y hacen referencia a uno mismo) estas relaciones (materiales, económicas e interpersonales), que son, de hecho, sociales y, en una perspectiva más amplia, históricas (159). Por su parte, Scott establece una relación entre las categorías de experiencia, subjetividad y discursividad. Los sujetos son constituidos discursivamente y la experiencia es un evento lingüístico, en la medida en que no ocurre fuera de los significados establecidos. Sin embargo, no por ello está confinada a un orden fijo de significado. Y dado que el discurso es, por definición, compartido, la experiencia es compartida al mismo tiempo que individual. Asimismo, puesto que la experiencia es la historia del sujeto, el lenguaje es el lugar donde esa historia es representada (34). Por ello, como concluye Ernst van Alphen en su análisis de las relaciones entre experiencia, memoria y trauma en sobrevivientes al Holocausto, en lugar de asumir que los individuos existen y que tienen experiencias, es necesario replantear la relación de la siguiente manera: los sujetos son el efecto del proceso discursivo de sus experiencias. De esa manera, el discurso ya no es más un medio ancilar en el que la experiencia puede ser expresada, sino que desempeña un rol fundamental que permite a la experiencia ocurrir al tiempo que le da forma a su expresión y contenido. La consecuencia de esta reconfiguración de la relación entre estos términos es que la memoria, en tanto manifestación de la experiencia, no alude más al proceso de recuperación del pasado voluntariamente controlado, sino a la propia experiencia del pasado, entendiendo este concepto en los términos definidos a partir del trabajo de Scott (25).

Asimismo, el hecho de que las experiencias se basen en discursos no solo las hace realidades compartidas, sino que dicho rasgo permite que estas, y, por tanto, también, las memorias, sean compartibles. En palabras de Van Alphen, el discurso, que hace posible su existencia, hace también posible compartirlas con otros seres humanos. De esa manera, nuestras experiencias y memorias no nos aíslan del resto de seres humanos, sino que nos permiten interactuar con ellos (37). Este enfoque discursivo de la memoria, como advierte Van Alphen, no debe oscurecer la capacidad de agencia del ser humano dentro del proceso de rememoración. De ese modo, si bien los discursos compartidos culturalmente existen desde antes de que los seres humanos empiecen a usarlos, el uso de un discurso depende siempre de la agencia humana, ya que esta activa el pasado encarnado en los discursos existentes y, al mismo tiempo, trae la experiencia al presente. Por ello, concluye Van Alphen, la memoria no es algo que tenemos, sino algo que producimos en tanto individuos que compartimos una cultura. Así, la memoria es una interacción mutua entre el pasado y el presente, la cual es compartida como cultura pero interpretada (performed) por cada uno de nosotros en tanto individuos (37).

Este proceso de construcción de subjetividades y experiencias, sin embargo, como advierte la propia Scott, no es ni sencillo ni lineal. Si bien los sujetos son constituidos discursivamente, ello no anula la existencia de conflictos entre sistemas discursivos, ni las contradicciones al interior de cada uno ni la multiplicidad de significados que puede tener cada concepto (34). Además, como ya se ha señalado anteriormente, los sujetos tienen agencia, es decir, los sujetos no son receptores pasivos, sino agentes sociales con capacidad de respuesta y transformación. A pesar de ello, como bien precisa Scott, no son individuos autónomos, monolíticos o que ejerzan su voluntad libre y arbitrariamente; son, más bien, sujetos cuya agencia se construye mediante negociaciones y a través del estatus que estos procesos les confieren (34).

Desde esta perspectiva, los acontecimientos rememorados son expresados en una forma narrativa, con lo cual se convierten en la manera en que el sujeto construye un sentido del pasado, una memoria que se expresa en un relato comunicable, con un mínimo de coherencia (Jelin, Los trabajos 27). Esta concepción de la memoria como una construcción discursiva permite extender sobre nuestro objeto de estudio algunas de las observaciones que realiza Hayden White a propósito de la disciplina histórica, en tanto este considera que la historia no es solo una disciplina científica que trata sobre el estudio del pasado, sino que es, ante todo, un discurso, es decir, un modo particular de hablar sobre el pasado, que, por medio del lenguaje, dota a los acontecimientos de significado y establece su carácter fáctico. Ello implica que la historia, al igual que la memoria, se construye en el presente. Sin embargo, este planteamiento no sugiere que los acontecimientos pensados como parte del pasado nunca hayan ocurrido, pero sí que el significado que se pretende encontrar en los hechos del pasado es producto de un sistema de discursos socialmente sancionados (ley, moralidad, etiqueta, maneras, civilidad, género, raza, sexualidad, poder, política, etc.) que opera para definir en qué estriba un hecho y un significado propiamente dichos. Por tanto, para White, el “poder de la palabra” reside en el poder del lenguaje para dotar de significado a la realidad incluso en el proceso de describirla y representarla en la consciencia de la reflexión (“Prefacio” 13-14).

Lo anterior no equivale a plantear una relación transparente entre las palabras y las cosas, ni pretende proponer que las palabras posean una suerte de poder intrínseco a ellas mismas para nombrar la realidad. Como nos recuerda Pierre Bourdieu (¿Qué significa hablar?), el poder de las palabras no está en las palabras mismas, sino en la autoridad que representan y en los procesos ligados a las instituciones que las legitiman. Por ello, como concluye Jelin, la reflexión en torno a la memoria como construcción social narrativa implica el estudio de las propiedades de quien narra, y de la institución que le otorga o niega el poder, y le autoriza a pronunciar las palabras que enuncia, ya que, siguiendo a Bourdieu, la eficacia del discurso performativo es proporcional a la autoridad de quien lo enuncia. Ello supone también prestar atención a los procesos de construcción del reconocimiento legítimo, otorgado socialmente por el grupo al cual se dirige el discurso, dado que la recepción de palabras es, en el fondo, un acto de reconocimiento hacia quien realiza la emisión del discurso que las articula (35-36).

Por tanto, partiendo desde un enfoque que enfatiza el carácter discursivo de la memoria, la tarea de análisis se topará con una situación de luchas por las representaciones del pasado, centradas en la lucha por el poder, la legitimidad y el reconocimiento de los grupos que articulan y sostienen cada una de estas interpretaciones de los hechos. A su vez, estas tensiones implican, por parte de los diversos actores que participan en ellas, estrategias para oficializar o institucionalizar una (su) narrativa del pasado. Parte de esta lucha, lógicamente, será lograr posiciones de autoridad o conseguir que quienes las ocupan acepten y hagan propia la narrativa que se intenta difundir. También implican el despliegue de estrategias para “ganar adeptos”, y ampliar el círculo que acepta y legitima una narrativa, y que la incorpora como propia, identificándose con ella (Jelin, Los trabajos 36).

Las luchas políticas por la memoria

Partiendo de un hecho que podría considerarse evidente, Paul Ricoeur realiza la siguiente observación, a partir de la cual se extraen conclusiones sumamente gravitantes para el enfoque de memoria que se plantea en este trabajo: si bien el pasado es algo terminado y que, por tanto, no puede ser modificado (a diferencia del futuro, que, por el contrario, es abierto, incierto e indeterminado), lo que sí puede cambiar a lo largo del tiempo es el sentido que se le da a ese pasado, sujeto a reinterpretaciones elaboradas en el presente en función de las expectativas futuras. El propio Ricoeur lo expresa de la siguiente manera: “Aunque, en efecto, los hechos son imborrables y no puede deshacerse lo que se ha hecho, ni hacer que lo que ha sucedido no suceda, el sentido de lo que pasó, por el contrario, no está fijado de una vez por todas. . . Podemos considerar este fenómeno de la reinterpretación, tanto en el plano moral como en el del simple relato, como un caso de acción retroactiva de la intencionalidad del futuro sobre la aprehensión del pasado” (La lectura del tiempo 49). Por tanto, como concluye Jelin, el sentido del pasado es un proceso activo, dado por agentes sociales que se ubican en escenarios de confrontación y lucha frente a otras interpretaciones y otros sentidos de los mismos acontecimientos. Así, diferentes actores usan de diferente manera el pasado, colocando en la esfera pública de debate diferentes interpretaciones y sentidos de este con el fin de establecer, convencer y transmitir una narrativa sobre este que pueda llegar a ser aceptada por el resto de la comunidad (Los trabajos 39).

Candau califica estas manipulaciones constantes y permanentes de los eventos del pasado como distorsiones o deformaciones de los hechos cuya finalidad es ajustar el pasado a las representaciones del tiempo presente (75). Jelin emplea un lenguaje, si se quiere, más neutral para describir estos procesos y comenta que el sentido del pasado se da en función de la lucha política presente y de los proyectos de futuro. Así, agrega, cuando esta lucha se plantea de manera colectiva, es decir, como el intento de construir una memoria histórica o una tradición, o, lo que es lo mismo, como proceso de conformación de una cultura y de búsqueda de las raíces de la identidad, el espacio de la memoria se convierte en un espacio de lucha política. Las rememoraciones colectivas, entonces, se convierten en instrumentos para legitimar discursos, en herramientas para establecer comunidades de pertenencia e identidades colectivas, y en fundamento para el accionar de movimientos sociales que promueven y empujan distintos modelos de futuro (“Exclusión” 99).

De esa manera, es imposible encontrar una memoria, una visión y una interpretación únicas del pasado y mucho menos compartidas por toda una sociedad. Existen sí períodos históricos en los que el consenso con respecto a estas versiones del pasado es mayor, es decir, momentos en los que determinada interpretación de los hechos es más aceptada que otras con las cuales coexiste o en que cierta versión de estos adquiere un carácter hegemónico con relación a las demás. Normalmente, esa versión hegemónica corresponderá a aquella sostenida por los vencedores de conflictos políticos e, incluso, bélicos, quienes establecen qué narrativa será considerada como la historia oficial. Sin embargo, siempre habrá otras historias, otras memorias e interpretaciones alternativas. Lo que hay, entonces, como sostiene Jelin, es una lucha política activa acerca del sentido de lo ocurrido, pero también acerca del sentido de la memoria misma (“Exclusión” 100).

Esta lucha, en muchas ocasiones, es concebida en términos de una “lucha contra el olvido” o como una empresa que responde a mandatos del tipo “recordar para no repetir”, en la medida en que se gesta en coyunturas en las cuales una comunidad juzga necesario ahondar su conocimiento con respecto a un conjunto de experiencias marcadas por el sufrimiento y la injusticia. Estas formulaciones, sin embargo, como bien advierte Jelin, pueden resultar algo tramposas, debido a que oscurecen el hecho que se está intentando plantear en estas páginas con respecto a la naturaleza de los procesos de memoria, al dar la impresión de que existe una sola y correcta interpretación del pasado (a la que se podría arribar a pesar de los obstáculos que se planteen en esta labor hermenéutica), y, así, pueden esconder bajo una apariencia de unidad y cohesión lo que, en realidad, es una oposición entre distintas memorias rivales, cada una de las cuales incorpora sus propios recuerdos y sus propios olvidos. En realidad, no se trata de una lucha de la memoria contra el olvido, sino de memoria contra memoria (“Exclusión” 100; Los trabajos 6). En ese sentido, las formulaciones que hace Candau del problema son bastante ilustrativas e incluso más exactas: este habla de “batallas por la memoria” (71) y “antagonismos entre memorias” (73).

En ese sentido, es necesario indagar acerca de los procesos y actores que intervienen en el trabajo de construcción e institucionalización de las memorias, así como preguntarse por quiénes son esos actores, y con quiénes se enfrentan o dialogan en dichos procesos de composición de recuerdos colectivos. Esta tarea se torna imprescindible en la labor de análisis de los procesos de construcción de memorias, en la medida en que en ellos participan, como apunta Jelin, actores sociales diversos, con diferentes vinculaciones con la experiencia pasada (quienes la vivieron, quienes la heredaron, quienes la estudiaron, quienes la expresaron de diversas maneras, etc.) y que pugnan por afirmar la legitimidad de su verdad. Se trata, entonces, de actores que luchan por el poder y que legitiman su posición en vínculos privilegiados con el pasado, afirmando su continuidad o su ruptura. Por ello, es imprescindible enfocarse en los conflictos y disputas en la interpretación y sentido del pasado, y en los procesos por medio de los cuales algunos de estos relatos logran desplazar a otros y convertirse, así, en hegemónicos (Jelin, Los trabajos 40).

A su vez, como señalan Elizabeth Hirsh y Valerie Smith en su aproximación al campo de la memoria cultural desde una perspectiva feminista, en la medida en que los procesos memoria siempre tienen que ver con la distribución y reclamos de poder, lo que una sociedad decide recordar y olvidar, es decir, las maneras en que una comunidad representa su pasado, está estrechamente ligado a cuestiones de género, raza y clase, todo lo cual localiza y particulariza el tema de la memoria antes que subsumirlo en categorías monolíticas y esencialistas (6). Por ello, es necesario ampliar el espectro de análisis y abordar cuestiones como las siguientes: ¿Cómo recuerdan las sociedades y las comunidades? ¿Cuál es el papel de estas memorias en la conformación de las interacciones sociales y políticas en democracia? ¿Cuál es el papel de la creación artística, de las conmemoraciones públicas y colectivas, y de los memoriales y museos en este proceso? ¿Cómo son canalizadas y refractadas las luchas sobre qué recordar y cómo caracterizar el pasado por parte de las instituciones y políticas públicas en las nuevas democracias? ¿Cuáles son las implicaciones de estas luchas en el proceso de legitimar el derecho a disentir en sociedades que han estado plagadas de niveles muy bajos de tolerancia y respeto a las opiniones de “otros” diferentes? (Jelin, “Exclusión” 100).

Y, en esta tarea de análisis, es conveniente recoger las lecciones que, al respecto, nos da la crítica feminista, y que Hirsch y Smith, retomando puntos que se han venido discutiendo a lo largo de de este capítulo, sintetizan de la siguiente manera en lo que pudiera leerse como toda una declaración de principios con respecto al trabajo hermenéutico:

From feminist and other varieties of social history, we have learned that public media and official archives memorialize the experiences of the powerful, those who control hegemonic discursive spaces. To find the testimonies of the disenfranchised, we have turned to alternate archives such as visual images, music, ritual and performance, material and popular culture, oral history, and silence. We have recovered forgotten texts and have learned alternate reading strategies from them. From feminist literary and cultural criticism we have learned to be . . . “resisting readers” who interrogate the ideological assumptions that structure and legitimate coherent linear narratives and who can decode narrative repetition, indirection, signifying, and figuration. We have learned to question claims to narrative reliability, seeking instead to understand alternative ways in which truthfulness might be assessed and used. Perhaps most important, we have learned how to analyze and document the practices of private everyday experience, recognizing that they are as politically revealing in their own way as any event played out in the public arena (12).

Transmisión de la memoria por medio del espectáculo

Si bien Halbwachs, como observa Connerton, desestima la discusión acerca de las diferentes formas en que un individuo preserva sus memorias y aquellas por medio de las cuales lo hacen las sociedades, al demostrar que la idea de una memoria individual, absolutamente separada de la memoria social, es una abstracción carente de sentido, el autor no se plantea ni aborda la pregunta acerca de cómo, dado un grupo particular, se transmiten al interior de este las memorias de una generación a la siguiente. Así, de acuerdo con Connerton, si se quiere sostener que un grupo social (cuya duración temporal sea mayor que la de cualquiera de sus individuos y cuyo tiempo de vida supere al de cualquiera de sus miembros) puede recordar, no es suficiente constatar que, en un momento dado, varios de sus miembros retienen simultáneamente ciertas representaciones mentales relativas al pasado del grupo. En realidad, si se quiere hablar de memoria colectiva, es necesario hacer referencia a actos de comunicación entre individuos. Por tanto, estudiar la formación social de la memoria supone el estudio de dichos actos de transferencia que posibilitan el recordar en conjunto (38-39). Estos actos de transferencia son definidos por Connerton como actos que ocurren en el presente por medio de los cuales individuos y grupos construyen sus identidades recordando un pasado común basado en normas, convenciones y prácticas comunes. Estas transacciones, como sugieren Hirsch y Smith, surgen de una dinámica compleja entre el pasado y el presente, lo individual y lo colectivo, lo público y privado, el recuerdo y el olvido, el poder y la ausencia de poder, el trauma y la nostalgia, lo consciente y lo inconsciente, los miedos y los deseos. Así, la memoria cultural, siempre mediada por el lenguaje y otros marcos culturales, es el producto de experiencias individuales y colectivas fragmentarias articuladas a través de tecnologías y medios que las forman y transmiten. Los actos de memoria son, entonces, actos de performance, representación e interpretación que requieren agentes específicos en contextos también específicos (5). En ese sentido, Connerton propone complementar los planteamientos de Halbwachs incorporando a la discusión el análisis del rol que los sistemas de comunicación desempeñan en la formación, preservación y transmisión de la memoria colectiva. Esta exigencia metodológica se basa en que las imágenes del pasado y el conocimiento recuperado a partir de estas es transmitido y sustentado por medio de performances (más o menos) rituales (38). De hecho, como precisa Bal, el sujeto no es simplemente portador de recuerdos, sino que también los puede performar (vii). Jelin, por su parte, expone una idea que complementa perfectamente a la observación anterior: si bien la memoria se produce en tanto hay sujetos que comparten una cultura y en tanto hay agentes sociales que intentan materializar estos sentidos del pasado en diversos productos culturales que son concebidos como, o que se convierten en, vehículos de la memoria (tales como libros, museos, monumentos o películas), la memoria también se manifiesta en actuaciones y expresiones que, antes que re-presentar el pasado, lo incorporan al presente performativamente (Los trabajos 37).

Por ello, se torna imprescindible aislar y considerar con mayor detenimiento ciertos actos presentes tanto en sociedades tradicionales como en sociedades modernas por medio de los cuales se transmiten relatos e interpretaciones acerca del pasado, y, en ese sentido, por medio de los cuales ese pasado se mantiene vigente, y convoca y actualiza una identidad colectiva. Como ejemplos paradigmáticos de estos actos de transferencia, Connerton menciona las ceremonias conmemorativas y las prácticas corporales. Si bien estos no son los únicos actos que desempeñan esta función al interior de una comunidad (por ejemplo, también se podrían citar las narraciones orales), estas dos prácticas revelan de manera explícita que las imágenes del pasado, así como la recuperación de conocimiento vinculado a este, son transmitidas y mantenidas vigentes por medio de performances, en alguna medida, rituales, al tiempo que permiten estudiar los procesos de cambio y permanencia social, en la medida en que la memoria colectiva es tanto un sistema de transferencia (y transformación) de conocimiento como un agente de resistencia (39-40).

El planteamiento de Connerton con relación a los aspectos performativos de la memoria colectiva inaugura una concepción espectacular de esta, tanto como producto de las narrativas de los sectores asociados al poder político como de aquellos relatos compuestos desde los márgenes por los sectores subalternos (75). Desde esta perspectiva, la configuración de una memoria histórica radica en la posibilidad de articular una serie de imágenes y narrativas que deben ser constantemente conmemoradas por medio de rituales y ceremonias públicas que reafirmen ese pasado común. Ello equivale a sostener que el concepto de memoria involucra la articulación de símbolos visuales, imágenes, protocolos y puestas en escena que conforman un relato acerca de un pasado común que puede ser constantemente recordado como fuente de inspiración y sentido, y como herramienta para interpretar las circunstancias actuales dentro del proceso del acontecer histórico (Del Campo 70). Por ello, si bien Connerton no se refiere precisamente al carácter espectacular de la memoria colectiva, sino, más bien, al carácter performativo de los hábitos sociales de los ciudadanos y a su capacidad para difundirlos, reinterpretarlos o subvertirlos a partir de prácticas cotidianas que involucran la puesta en escena del cuerpo social en el espacio público (y, con ello, la puesta en escena de distintas versiones públicas de la memoria social), la importancia que le asigna a las ceremonias conmemorativas y prácticas corporales validan una concepción de la capacidad de recordar a partir de imágenes y puestas en escena.

Según esta lectura metateatral del trabajo de la memoria, la memoria de una sociedad estaría inscrita en un conjunto de elementos espaciales, discursivos, visuales y rituales. Por ello, como propone Del Campo, la construcción de la memoria histórica de una nación se cristalizará en una secuencia narrativa con sentido que es actualizada en una serie de puestas en escenas rituales por medio de códigos visuales y auditivos (76). Así, cada una de estas performances constituiría, en su manejo espectacular, una nueva propuesta de versión pública (si no, oficial) de ese pasado histórico que pretende, ya sea desde el Estado o desde los grupos de oposición y resistencia, redefinir el accionar futuro a partir de este constante proceso de construcción, reconstrucción y resemantización de imágenes y símbolos. De ese modo, las performances mediante las cuales se pone en escena la memoria histórica establecen las interpretaciones, en ese momento válidas, de la identidad nacional así como la espectacularidad oficial mediante la cual esa versión de la historia se sostiene (70).

En esta concepción de la memoria histórica en tanto categoría espectacular, el cuerpo de los individuos (y más aún el de los performers de la memoria) adquiere un rol central, en tanto puede ser considerado una especie de monumento viviente. Así, de acuerdo con Jonathan Boyarin, si bien la memoria no puede ser estrictamente individual en la medida en que es simbólica y, por tanto, intersubjetiva, tampoco puede ser enteramente social, pues se encuentra asentada en corporalidades (26). De hecho, el propio Connerton destacaba ya el soporte corporal de la memoria en tanto esta se apoya en la performance para su transmisión. Así, según este, en la práctica, se producía la siguiente cadena lógica: si hay algo así como una memoria social, podemos encontrar ese algo en las ceremonias conmemorativas, y estas son conmemorativas solo si son preformativas, y la memoria performativa es corporal, en la medida en que la performance es esencialmente corporal (71). Un poco más adelante, Connerton especifica su afirmación con mayor detalle. Así, señala que preservamos versiones del pasado representándonoslo a nosotros mismos y a nuestra comunidad por medio de palabras e imágenes, y que las ceremonias conmemorativas son ejemplos preeminentes de esto, ya que conservan una lectura del pasado mediante representaciones de sus eventos. Estas reencarnaciones del pasado normalmente incluyen un simulacro de una escena o una situación recapturada, y el poder de persuasión de la retórica de estas representaciones depende, en mucho, de conductas corporales prescritas. Sin embargo, agrega, también podemos preservar el pasado deliberadamente sin representarlo explícitamente en palabras e imágenes. Y es que nuestros propios cuerpos, que en las conmemoraciones estilísticamente representan imágenes del pasado, también guardan el pasado en una forma enteramente efectiva en su continua habilidad para realizar ciertas acciones. Ello lleva a Connerton a afirmar que la memoria del pasado también está sedimentada en nuestro cuerpo (72).

El empleo del término memoria corporalizada, propuesto por Boyarin, resulta clave para la lectura metateatral de la dinámica de la memoria que se está ensayando en estas páginas así como para la aproximación a la noción de memoria histórica como categoría espectacular, corolario de este enfoque. Dicha noción revela, simultáneamente, tanto que la memoria es un constructo ideológico del Estado para apelar a la experiencia orgánica de los miembros que integran dicha colectividad, como que el sujeto es una reserva individual y corporalizada de memoria. Como señala Del Campo, desde un punto de vista biológico, la memoria se ubica, en términos espaciales, tanto en el cerebro como en toda la corporalidad del individuo (talla, peso, enfermedades, cicatrices, etc.), pero, metafóricamente, el propio cuerpo del individuo puede ser leído como una suerte de objeto arqueológico en el que se condensan aspectos del modo de vida y de la acumulación de capital cultural al que ese sujeto ha tenido acceso. Una consecuencia de este enfoque, concluye la autora, es que si se asume que la memoria está inscrita en todas las habilidades que posee el sujeto, también tiene que estar presente en la habilidad de testimoniar el dolor propio y ajeno para evitar el olvido, y crear estéticas, poéticas, gestualidades, posturas y voces, es decir, todo un registro dramático aprendido, recordado y utilizado estratégica e instrumentalmente en las diversas puestas en escena de la nación (83-84).

Desde la perspectiva que se viene exponiendo en estas páginas, las luchas políticas de la memoria de las que se comentó en el acápite anterior y los modos en que la memoria histórica se rearticularía tras un periodo histórico traumático se replantearían en términos semejantes a los desarrollados por Del Campo en su estudio sobre la transición democrática en el caso chileno. A saber, la lucha ideológica se daría en el campo de las negociaciones de símbolos visuales, gestuales, auditivos y puestas en escena de momentos y actores sociales como una manera de rescribir la historia desde el punto de vista de distintos sectores políticos y de reconfigurar la memoria histórica nacional. La enunciación de cada sector pondría en escena una teatralidad que buscaría, desde su propia óptica, reconocer y legitimar ciertas posiciones ideológicas. Sin embargo, habría que precisar junto con Del Campo, dado que la puesta en escena social no es generada por un productor único ni mucho menos homogéneo, esta, a su vez (y quizá a su pesar), tendería a revelar también las fisuras, las inestabilidades y los conflictos subyacentes al proceso de negociación entre interpretaciones diversas de la historia. El valor del producto cultural resultante radicaría, así, no tanto en su calidad y perfección estética, sino en el modo en que este hace evidente las negociaciones y luchas de símbolos y de poder que debieron haberse llevarse a cabo en el proceso de composición de cada versión. En ese sentido, metafóricamente, cada interpretación del pasado adquiriría el carácter de una suerte de creación colectiva a través de la cual sería posible desvelar la pluralidad de voces en tensión comprometidas en ella, tanto a nivel del texto dramático (es decir, del relato sobre el pasado que se articula) y de su puesta en escena, como en la recepción del espectáculo por un público altamente participativo (28-29).

Edições CELCIT, Argentina

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