el teatro de la vida y la vida del teatro
Óscar Cornago
Para la sociedad moderna, desbordada de representaciones e imágenes, de ficciones y simulacros, la recuperación de lo real ha funcionado como una especie de consigna en campos muy diversos y con propósitos también distintos. Tanto en el arte como en la escena mediática se ha tratado de crear un efecto de realidad que estuviera más allá de lo ficticio, de lo que no es verdadero, del engaño y lo teatral.1 Fenómenos casi opuestos como los ready made en artes plásticas y los reality shows en televisión se presentan como auténticas realidades. La sed de realidad explica igualmente el auge del género documental en el cine de los últimos años, hasta el punto de que ciertas películas documentales han llegado a convertirse en éxitos de taquillas capaces de competir con las ficciones más elaboradas de la industria de Hollywood, lo que hubiera sido impensable años atrás. Incluso el medio televisivo, gobernado por los omnipotentes índices de audiencia, ha decidido apostar por un género mixto entre el documental y la ficción.2
De forma paralela, el teatro de la última década ha mostrado una marcada tendencia en este sentido.3 En términos generales, esto no constituye un fenómeno nuevo. La historia del teatro podría entenderse como las sucesivas reacciones de la escena ante las estrategias de espectacularización que la sociedad ha empleado en cada momento y su relación con la denominada realidad que se esconde tras esas puestas en escenas (políticas, religiosas, económicas…). El aumento de los espacios públicos de representación, impulsado por los grandes medios de comunicación, ha elevado los niveles de espectacularización de la realidad moderna hasta el extremo. Ante esta situación, la escena artística, como espacio de representación por excelencia, había de reaccionar en uno u otro sentido. Finter nos recuerda que tres pioneros del teatro moderno, como Antonin Artaud, Gertrude Stein y Bertolt Brecht, descubren en tres escenas de calle los modelos del teatro del futuro. A partir de los años sesenta, la realidad mediática se convierte en una de las fuentes de teatralidad de la escena para arrojar una mirada crítica a una idea de realidad fuertemente manipulada por los medios. Las estrategias de diálogo con los otros medios y la realidad oculta/producida por ellos se han intensificado a medida que nos acercamos a los años noventa. Como reacción también frente a tantas mediaciones, la escena ha querido recuperar una realidad inmediata y concreta a través del uso del vídeo, las instalaciones sonoras, los actores no profesionales o el énfasis en la dimensión performativa, es decir, de la escena como acontecimiento.
Ahora bien, desde el teatro político de Erwin Piscator hasta las últimas acciones urbanas, los acercamientos de la escena a la realidad y los modos de entenderla no han dejado de variar. En respuesta a una realidad mediatizada por las tecnologías de la imagen, en los últimos años se asiste a una reivindicación de una realidad humana en bruto, que recupere al individuo más allá de tecnologías mediáticas y discursos teóricos; se trata de la defensa de una subjetividad más allá de intelectualismos, que vuelva a presentarse, antes que nada, como una suerte de enigma, el enigma que esconde toda vida humana en su expresión más irreductible como presencia. Con el fin de acentuar esta dimensión física, sensorial e inmediata, la escena se revela como un instrumento idóneo. El plano político e histórico que aparecía de modo explícito en el teatro documental de otras épocas queda ahora como telón de fondo de una realidad personal y cotidiana, de las pequeñas realidades de personas anónimas en muchos casos, esa intimidad azarosa y poética que Boris Vian bautizó como la espuma de los días.
En este contexto hay que situar la empresa impulsada por Viviana Tellas, “Biodrama. Sobre la vida de las personas.” Con este proyecto la directora del Teatro Sarmiento convierte esta sala a partir de 2002 en un espacio de investigación, la vanguardia experimental del Complejo Teatral de la Ciudad de Buenos Aires, que tiene su sede central en el Teatro San Martín.
El proyecto consiste en encargar cada vez a un director distinto el montaje de una obra basada en personas que viven actualmente en Argentina. Hasta el momento se han representado seis biodramas y en octubre de 2004 se estrenó el séptimo y último hasta el momento; a ello hay que añadir el realizado por la directora del ciclo de forma privada. El enorme interés del proyecto de cara al actual contexto teatral y con respecto a las preguntas que la creación escénica tiene planteadas ha hecho que el ciclo tome vida propia en cada una de sus realizaciones. Algunas de ellas han seguido representándose y modificándose más allá de su programación inicial en el Teatro Sarmiento. La propuesta ha servido como un verdadero reto a algunos de los creadores más originales del teatro argentino de hoy, que han confrontado sus respectivas poéticas con esta suerte de tour de force que supone el enfrentar de manera directa el teatro a la vida, la ficción a la realidad. Especialmente interesante resulta comprobar cómo a partir de un mismo punto de partida teórico, se han concretado propuestas tan diversas desde poéticas siempre distintas. De este modo, a través de las nueve obras que se han producido hasta el momento disponemos de un privilegiado corpus que señalan algunos caminos por los que transita la escena argentina de hoy y en términos más generales el teatro actual —pues no todos los teatristas han sido argentinos—, lo que nos permite seguir sus líneas de evolución, temas de discusión y planteamientos escénicos últimos.
En el 2002 se estrenaron los tres primeros biodramas: Barrocos retratos de una papa, creación colectiva dirigida por Analía Couceyro, basada en la vida de la artista plástica Mildred Burton; Temperley. Sobre la vida de T. C., con dramaturgia de Luciano Suardi y Alejandro Tantanian, y dirección del primero, inspirada en la vida de una mujer de 85 años que emigró desde España; y Los 8 de julio, con dramaturgia y dirección de Beatriz Catani y Mariano Pensotti, donde se muestra la vida de tres personas nacidas el 8 de julio de 1958. Durante el 2003 se estrenaron ¡Sentate!, un “zoostituto” de Stefan Kaegi sobre el mundo de los animales utilizados como mascotas y la relación de estas con sus dueños; El aire alrededor, un retrato escénico de una maestra rural realizado por Mariana Obersztern; y La forma que se despliega, dirigida por Daniel Veronese, en la que se expone una reflexión sobre el sufrimiento humano ante la pérdida de un hijo. De forma paralela, Viviana Tellas presenta en un ámbito privado Mi mamá y mi tía, una propuesta de “teatro de familia” protagonizada por su madre y su tía reales. Finalmente, en el 2004 se estrena Nunca estuviste tan adorable, un trabajo de Javier Daulte sobre su propia memoria familiar. Merece la pena señalar el enorme éxito de algunas de estas propuestas, que les han permitido prolongar su representación más allá del ciclo, como fuera el caso de El aire alrededor o La forma que se despliega, lo que testimonia la actualidad y el interés de estos trabajos.4
Como puede comprobarse se trata de creadores que cuentan ya con una sólida trayectoria, algunos del reconocimiento de Veronese o Daulte, y otros de generaciones más jóvenes, pero con una obra anterior igualmente relevante, como Couceyro, Suardi, Catani o Kaegi. En todos los casos, la realización de un biodrama ha supuesto un paso más en el desarrollo de sus poéticas personales, desde las que se entendió el planteamiento inicial de un modo siempre distinto; esto es: el montaje del biodrama no ha implicado la renuncia al lenguaje particular de cada uno de ellos, sino al contrario. La diversidad de sus poéticas garantizó la diferencia en los caminos adoptados, lo que no impide extraer algunas reflexiones comunes. Lo primero que debemos constatar es, por tanto, la variedad de maneras de confrontar el teatro con la realidad, la escena con la vida o el personaje con la persona, las distintas posibilidades para citar la realidad desde la escena, para abrir el espacio a eso que llamamos vida. El teatro, como el arte en general, se revela como un fenómeno idóneo para reflexionar sobre la realidad desde un espacio de no-realidad; ahora bien, las relaciones entre uno y otro polo no son unívocas, sino que están sujetas a planteamientos variados que colocan la creación artística en diferentes lugares con respecto al mundo exterior. Esto es un componente presente, por otro lado, en numerosas obras teatrales, que contienen en mayor o menor grado elementos de realidad; la diferencia es que ahora este comportamiento se hace explícito. A partir de ahí, el biodrama plantea una doble cuestión: por un lado, el efecto de la mirada teatral sobre la realidad; por otro, el comportamiento del teatro a raíz de la introducción de elementos reales. El proyecto nos lanza, por consiguiente, un interrogante de ida y vuelta, que parte del teatro para volver a él, y que oculta en el fondo ese profundo sentimiento de crisis de la realidad y, por tanto, de las formas dominantes de representación con las que se la convierte en ficción; a esta crisis de las ficciones se refiere una de las protagonistas del ciclo, Catani:
Todo este año me pasé preguntándome sobre la eficacia de los procedimientos teatrales; fundamentalmente, sobre la representación, base de la ficción, en un país que vive una crisis tan notable y contundente. En un país fisurado en su representación política.
No creo que de una manera absoluta se pueda decir que no hay lugar para la ficción. De hecho lo hay, pero me interesa explorar el borde. En todo caso, estoy en crisis con el teatro, como obra cerrada en sí misma, como construcción de ficción y sostenimiento de esa ficción. (En Pacheco 1)
Comenzando por el recorrido de ida, es decir, de la escena a la vida, la pregunta sería cuáles son las transformaciones que experimenta la realidad, en este caso, de la vida de una persona cuando es vista desde una mirada teatral, hecha visible sub species theatralis. Lo primero que hay que anotar acerca de este proceso de teatralización es la necesaria participación consciente de un tercero, que va a ser aquel, en su caso el espectador, que llevará a cabo dicha transformación desde su mirada exterior, el ojo que teatraliza. La segunda operación es la delimitación por parte de esta mirada de un campo de realidad, de un espacio que va a funcionar como escenario de actuación. Sobre este escenario social o artístico esa mirada teatralizante va a resaltar los elementos materiales sobre los que se construye esta escena en su proceso inmediato de funcionamiento, en otras palabras, se va a resaltar el lado físico, material y procesual de la acción que está teniendo lugar, los gestos, movimientos, acciones, sonidos... El énfasis en esa exterioridad sensorial va a hacer posible la última operación fundamental, la construcción de un plano simbólico en el que estos componentes materiales van a adquirir una dimensión poética, situándose en una ontología de lo poético diversa a la ontología de lo real (Dubatti 19-21). A esto último se refiere Barthes (10) cuando define la teatralidad como la cuarta operación necesaria para fundar plenamente un nuevo lenguaje, consistente en ilimitar la lengua: “Qu´est-ce que théâtraliser? Ce n´est pas décoder la représentation, c´est illimiter le langage.”
La mirada teatral hace visible los medios de la realidad, los componentes materiales que proyectan esa realidad desde su exterioridad, produciendo un efecto inicial de vaciamiento semántico, de descontingencia con respecto a las circunstancias reales. Esa oquedad que late detrás de cada representación, por lo que tiene de artificio y engaño, luego será llenada por múltiples lecturas, al tiempo que seduce al espectador desde la inmediatez concreta de lo que está presenciando. Lo teatral seduce al que lo mira mediante un exceso de formas físicas y materiales, a través de su manera de funcionar/actuar, de ese estar-ahí en el mismo momento en que está siendo percibido, haciéndose visible una conciencia explícita de exposición por parte de quien representa la escena, sin la cual no habría plenamente teatralidad. Frente al qué se cuenta, la mirada teatral descubre el cómo se cuenta, el modo como algo está pasando, sucediendo en ese aquí y ahora compartido por el público. Ahora bien, ello no implica que el contenido de la acción deje de tener importancia, sino que, al contrario, se ve proyectado más allá de su contingencia social y política a través de estas operaciones de delimitación, formalización y poetización llevadas a cabo por efecto de la mirada (teatral). Con ello el lenguaje, la escena o la acción quedan ilimitados, abiertos a una pluralidad de interpretaciones, ofreciendo al espectador una mayor libertad de posiciones/lecturas con respecto a esa realidad, ahora teatralizada. Cuando estas operaciones tienen lugar dentro de una conciencia artística culturalmente sancionada se obtiene una obra de teatro, que podrá ser representada cada vez que exista voluntad de ello; si se realizan fuera de una convención dada, se obtiene un destello poético que apenas dura lo que la propia realidad tarda en recordarnos que nos encontramos en una dimensión no poética de la realidad, y el instante mágico de la epifanía poética se desvanece, con lo que ese momento no volverá a existir nunca más; por el contrario, su inserción en un marco plenamente teatral hace posible su repetición. En cualquier caso, la mirada teatral actúa sobre el mundo exterior como si se tratase de una operación quirúrgica, practicando cortes, descentramientos y focalizaciones con el propósito de hacer visible en una dimensión simbólica aquello que no lo es en el campo de la realidad, cuestionando sus categorías, límites y convenciones.
Recorriendo el camino de vuelta, es decir, de los efectos de esa carga vital sobre la escena, uno de los aspectos más reveladores del ciclo consiste en que tratando de acercar el teatro a la realidad, en la mayoría de los casos hubo que hablar del teatro, es decir, de la realidad del propio teatro, como si se tratase de un efecto boomerang. En la medida en que se intentó empujar la escena hacia la vida no teatral, la propia escena hizo visible su realidad específica. De alguna manera, el teatro no pudo hablar de una realidad exterior a él, sin hacer primero visible su propio cuerpo, sin hablar al mismo tiempo de su materialidad física y sus límites comunicacionales, sin hacer presente más que nunca al propio espectador, confuso ante la naturaleza —¿ficcional o real?— de lo que está viendo. El arte habla de la realidad exterior refiriéndose a su misma realidad; de ahí que las obras más sobresalientes de la historia no hayan dejado de hablar de sí mismas: los cuadros, de la pintura; la poesía, de las palabras; y el teatro, del espacio y el tiempo, de la relación del actor con el espectador, y de la dimensión física de las voces, sonidos y objetos que pueblan ese espacio. El acercamiento teatral a la vida de unas personas ilumina la teatralidad específica de estos escenarios, su condición física, procesual y colectiva; y viceversa, al introducir un elemento no teatral se hace más evidente, por contraste, la naturaleza ficcional que reviste todo el entramado escénico. El teatro hace visible sus límites al confrontarlos a realidades ajenas, ya sea artísticas (otros lenguajes y géneros espectaculares no específicamente teatrales) o no artísticas, como es el caso en los biodramas. Desde los contornos exteriores es posible obtener otras figuras del sistema teatral; aunque estas realidades del teatro y sus estrategias de ficción o no ficción pueden adoptar —como veremos a continuación— formas muy distintas. En un momento en el que los discursos teóricos parecen no buscar con tanta insistencia como en décadas pasadas las esencias de los sistemas a partir de sus centros, es necesario entender el funcionamiento de estos desde sus límites exteriores, desde sus espacios de indefinición en contacto con otros fenómenos estéticos o no estéticos; lo que da lugar a una variedad de combinaciones de un sistema flexible y en constante movimiento, como es el sistema de la comunicación escénica.
Esta es una de las aportaciones claves de este ciclo, una mirada sobre el teatro hecha a partir de lo que no es teatro, la propia vida; pero al mismo tiempo una reflexión teatral sobre la vida de las personas con el fin de rescatar ese lado que parece perderse desde acercamientos más técnicos, mediatizados o intelectuales, para rescatar su sentir, su estar-ahí, su modo (teatral) de ser presencia, física y sensorial, efímera e inmediata, proponiéndole al espectador una experiencia teatral, como quiere Kirby (10), en tanto que “an activity of the entire sensory organism rather than as an operation almost exclusively of the eyes —in a very limited way— and the mind.” En última instancia, un biodrama consistiría en recrear la vida de estas personas desde una exterioridad anterior a los sentidos lógicos y las preguntas trascendentales impuestas por los discursos culturales, recuperarlas como presencia y apariencia, desde la materialidad hecha visible de sus acciones, gestos y voces resituadas para ello en el plano poético de la escena teatral. En este sentido, el proyecto de Tellas supone la continuación de iniciativas anteriores, como la de hacer teatro inspirado y representado en los museos de la ciudad de Buenos Aires, entendiendo cada museo como una suerte de texto teatral,5 o el teatro a partir de la pintura; en ambos casos, la convención escénica queda confrontada con otras estrategias de representación, a partir de cuyo contraste se alumbra tanto un lado como el otro. Los biodramas suponen un paso adelante al enfrentar dos comportamientos en cierto modo excluyentes —quizá por ello también cercanos por oposición— como es el sistema natural de la representación, que es el teatro, con un espacio, como el de la vida, que se pretende auténtico y por ello no representacional, al menos no de modo explícito. Así pues, entre los mecanismos de teatralidad utilizados por los biodramas, uno de los principales será el sistema de oposiciones entre los principios de la representación —espacios del teatro— y los principios de la no-representación —espacios de la vida citados en escena—; aunque, como veremos, unos y otros no caminan de forma desligada.
La discusión de los biodramas nos ayudará a replantear algunos enfoques teóricos acerca del teatro, construidos sobre una oposición demasiado rígida entre las economías de la ficción y la realidad. De esta suerte, podemos aceptar como punto de partida las matrices de representación a las que se refiere Kirby para construir una escala gradual entre dos polos aparentemente opuestos: actuación / no-actuación. Sin embargo, el propio mecanismo teatral, que solo funciona según el modo como es percibido por el espectador, hace que esta clasificación pueda ser problemática, puesto que una representación que no se presenta como tal, una no-actuación, puede ser recibida por el público de este modo, como actuación, o viceversa; así que más que hablar de un trabajo de actuación o no-actuación, sería conveniente referirse a un efecto de actuación, es decir, de representación, frente a un efecto de no-representación, efectos que en el campo del teatro, donde la percepción sensorial es un fenómeno central, están muy unidos, como también nos recuerda el teórico norteamericano, a la provocación de afectos o emociones; aunque tampoco podemos aceptar que el lado afectivo tenga que oponerse al polo informativo de una obra documental, sino que ambas dimensiones —como puede verse a través de algunos biodramas— están estrechamente ligadas. Igualmente, no puede entenderse este acercamiento como una manera de delimitar el grado de teatralidad de una obra, pensando que va a ser más teatral cuanto más participe de una convención ficcional, y menos teatral cuando más se presente en forma de documetal escénico. Esto supondría identificar de manera reductora la teatralidad con un juego de falsedad o fingimiento, cuando el funcionamiento de la teatralidad ha de ser revisado dentro de cada situación específica de (re)presentación a partir de los mecanismos articulados por esta. En otras palabras, no existe un único tipo o fuente de teatralidad, sino que esta consiste en un modelo de funcionamiento sobre un límite construido a partir de la oposición de realidades distintas, como, por ejemplo, el límite entre la ficción y la realidad, entre las ausencias y las presencias, y este mecanismo de teatralidad se puede aplicar en direcciones muy distintas (Cornago). Así pues, veremos que una obra con una fuerte apariencia de objetividad, puede tener un elevado grado de teatralidad. En cualquier caso, sí queda claro que hay obras que desarrollan de manera explícita un nivel ficcional más elaborado frente a otras que tratan de superar lo ficcional, aunque una vez más esto debe entenderse como un marco de discusión y no un intento de clasificar de forma rígida realidades artísticas que tienen su fuerza justamente en la capacidad de jugar con ambos principios, de oponer, conjugar, excluir o ligar un efecto —vale decir: un afecto o emoción— de realidad con otro de ficción.
Comenzando por el primer polo, hay que destacar Barroco retrato de una papa y Nunca estuviste tan adorable, que se presentan desde el comienzo abiertamente como ficciones, aunque por el programa de mano y algunas referencias a lo largo de la obra, el público puede sospechar que están basadas en vidas reales. En ambos casos las convenciones de representación se hacen explícitas, hasta el punto de que sobre la reflexión en torno a estas convenciones se levanta uno de los discursos centrales de estas obras. En la primera, sobre la excéntrica vida de Mildred Burton, quien vive rodeada de animales en el porteño barrio de La Boca, Couceyro imprime una marcada plasticidad de cuento infantil, a mitad de camino entre lo cómico, lo ingenuo y lo siniestro, con referencias veladas al lenguaje pictórico de Burton. La arquitectura escénica, construida en dos niveles, delimita una serie de espacios de actuación fuertemente enmarcados, como si se tratase de las páginas de un cuento o láminas infantiles. Cada escena tiene lugar en un espacio diferente del anterior, y la luz se concentra en ese lugar, dejando el resto del escenario a oscuras. Se enfatiza la frontalidad de las escenas y la impresión de bidimensionalidad, como figuras que se mueven en el espacio plano de un cuadro. El vestuario y la actuación contribuyen a esa impresión naif, que no excluye, sino al contrario, la dimensión cruel y autoritaria de la abuela de Burton o de su marido, militar, ni la frescura imaginativa de los diálogos, con numerosas alusiones eróticas. Resaltando la naturaleza ficticia de lo teatral se subraya, por otro lado, el carácter verdadero y real de su estar-ocurriendo; un juego de tensiones que se utiliza como fuente de teatralidad: de una parte es una ficción, pero de otra es real en su suceder performativo en tanto que ficción, como explica la autora:
Me interesa la idea de lo artificial, que tiene que ver con la recuperación de lo teatral a partir de la utilización de las luces, del vestuario, del maquillaje. De algo que no podría ser verdadero. Y los retratos, el espacio recortado, ayudaron a definir algo de eso, de la conciencia de que es algo artificial, pero que realmete está sucediendo. (En Lettieri 33)
En contraste con este micromundo de ficción, se proyectan imágenes donde aparecen los tres actores en diferentes lugares relacionados con la vida de Burton, ofreciendo datos sobre su vida. Estas imágenes se alternan con otras en las que se ve a estas personas jugando a “El juego de la vida,” que consiste en un tablero en el que cada una de las casillas indica un episodio nuevo. La alusión a este juego a modo de caprichosa rueda de la fortuna introduce el tema del azar y el accidente en la vida, que va a ser una de las constantes en todos los biodramas, incluido ya entre los puntos centrales de la propuesta de Tellas a los teatristas. Hay un tercer tipo de proyecciones que termina poniendo el universo teatral contra las cuerdas; son aquellas en las que la propia Mildred Burton, de espaldas en principio, aparece llamando por teléfono a la escena para hablar con la actriz que hace su papel, una conversación que queda interrumpida cada vez en el mismo instante en que se produce la confrontación entre las dos Mildred. Solo la última vez, cerrando la obra, la verdadera Burton se gira en su escritorio para dar la cara a la cámara y ofrecer su opinión sobre la obra, distanciándose de algunos aspectos de esta, como la enfatización del lado más dramático de su vida a raíz de su niñez y experiencia matrimonial, cuando ella en realidad —según afirma— ha tenido siempre un talante positivo y vitalista. Ante la irrupción de la propia Burton a través de esa ventana a la realidad que es la pantalla de vídeo, el teatro queda relativizado como construcción ficcional y quizá engañosa. Ficción y realidad establecen un diálogo, lo cual no quiere decir que la primera contenga menos verdad que la segunda. Al público, enfrentado a unas y otras realidades, escénicas las unas, existenciales las otras, le queda la necesidad de elegir, de decidir cuánta verdad y cuánto engaño hay en cada una de las partes; una pregunta que proyectada a todo el ciclo no busca tanto una respuesta única como un cuestionamiento de las divisiones más convencionales para enfrentarse a la realidad, a la vida y a la memoria en busca de verdades definitivas.
Por su parte, el trabajo de Daulte adopta una poética muy diferente, ya desarrollada por él mismo en obras anteriores. Sin embargo, como en la propuesta de Couceyro, y a diferencia de otros biodramas, la representación se abre in media res y con un alto nivel de convencionalidad explícita, que en este caso está tomado de los lenguajes característicos de los grandes medios de comunicación, especialmente la televisión y películas de género. Como referencia directa, la televisión irrumpe en los primeros minutos de la representación, en mitad del ajetreo familiar, como un regalo que recibe la madre de un supuesto admirador. Ella, con toda la familia y la vecina haciéndole de coro, excepto su marido (que luego se revela como el autor de estos magníficos regalos), queda deslumbrada por el nuevo ingenio, aclamado en la casa con nervios y emoción contenida. El aparato va a ocupar un lugar central de la escena durante toda la obra, ofreciéndole al espectador una de las claves de codificación empleadas para transformar esa realidad exterior, relativa en este caso a la familia del propio autor, en material dramático. Este es otro de los interrogantes a los que alude el proyecto de Tellas: ¿cómo se transforma la vida de alguien en un material dramático? ¿qué hace que unas vidas sean más teatrales que otras? La obra representa la vida de esta familia, dejando al descubierto el creciente nivel de desintegración vivido por los padres, excelentemente interpretados por María Onetto, una de las actrices más relevantes del teatro argentino de después de la dictadura —hay que recordar sus trabajos en La escala humana, de Rafael Spregelburd, Daulte y Tantanian, o en Donde más duele, de Ricardo Bartís—, y Carlos Portaluppi. La obra se apoya sobre dos escenas centrales de gran intensidad entre las que se desarrolla un marcado paralelismo: el momento en el que se presenta en familia el novio de una de las hijas, que lleva ya el apellido Daulte, y cuando años después el padre vuelve a la casa con motivo de la boda de su otra hija. La interpretación del padre y la madre contrastan fuertemente: mientras Onetto despliega un trabajo nervioso y activo, más actuado en un sentido explícito, como corresponde a una personalidad pendiente de las apariencias, Portaluppi opone un registro estático, distanciado con respecto al mundo dramático de su propia familia, y por ello con un mayor efecto de realidad. En la primera de estas escenas, el padre, sin saber cómo comportarse ante su futuro yerno, y tras haber intercambiado apenas algunos formalismos, le confiesa a este su decisión sincera de dejar a su mujer, porque esta parece aspirar a otro tipo de vida que él no le puede dar. Como es de esperar, el yerno, también nervioso ante la situación, no sabe qué decir. Ahí se abre una suerte de vacío en mitad de este mundo dramático, que queda quebrado no tanto por lo que se dice, sino por el modo cómo se dice, por el efecto de verdad que alcanza una interpretación descentrada que disuena en mitad del ritmo acelerado que gobierna en la familia. La escena penúltima se construye de modo paralelo. Ahora es el yerno, ya casado con su hija, quien no sabe tampoco cómo comportarse —cómo representar— ante la llegada de su suegro, a quien no ha vuelto a ver desde entonces. Como en el caso del padre, la interpretación del novio se distancia también de los registros más enfáticos de otros personajes. A esta altura, el mundo de la madre aparece ya claramente desintegrado, a punto de la quiebra emocional, mientras que la vida (teatral) se revela cíclica y repetitiva, el eterno retorno de lo mismo, que apunta a esa energía vital que alienta el hecho teatral.
Con frecuentes las citas de la sociedad argentina de los años cincuenta y sesenta, Nunca estuviste tan adorable termina con una escena en la que se recrean las convenciones del cine de aquellos años. En ella se vuelve a representar la llegada del novio a la casa por primera vez, pero en un registro idealizado que responde al estereotipo de la familia feliz y las expectativas de un público educado por los grandes medios. Desde la distancia que introducen las convenciones del lenguaje cinematográfico clásico, puesto al día posteriormente por la televisión a través de las telenovelas, se refuerza el efecto de realidad de la obra, las pequeñas tragedias que se ocultan detrás de las convenciones y formas consensuadas de representación. La pulida superficie de la representación se agrieta para dejar ver otra realidad; a ello contribuyen los distintos modos de extrañamiento, de toma de distancia con respecto al sistema poético dominante, como los lenguajes actorales del padre y el yerno. Paralelamente, a lo largo de toda la obra, pero sobre todo hacia el final, el interrogante acerca del amor sobrevuela la vida de los personajes y sus relaciones sentimentales, cada vez más deshabitadas, hasta que algunos de ellos llegan a preguntarse si alguna vez estuvieron realmente enamorados. Nuevamente, el biodrama termina haciendo una reflexión a través de sus propios planteamientos formales acerca del paso del tiempo y las convenciones que articulan la realidad, la realidad de la escena y la realidad de la vida.
Temperley. Sobre la vida de T.C. y El aire alrededor se sitúan en una posición diferente con respecto a las convenciones dramáticas y, por tanto, también a la realidad referida, mediatizada por estas convenciones. Si bien en ambos casos se asiste a la construcción de un plano ficcional, el tratamiento escénico apunta más a un ejercicio de presentación (del drama) antes que de representación. Avanzando en este sentido, el planteamiento dramatúrgico ya no se apoya en el desarrollo lineal de una historia, aunque también la haya, sino que esta avanza mediante la yuxtaposición de escenas. Estas escenas ya no tienen el objetivo prioritario de comunicar una determinada información sobre la vida de las protagonistas, sino de crear una atmósfera, una emoción capaz de transmitir más allá de las palabras el sentir de unas vidas. El eje de tensiones ya no se sostiene mayormente en los diálogos dramáticos, en la oposición entre un protagonista y un antagonista, sino que se sitúa en otros niveles, como en el plano estructural que expresa el paso del tiempo y por tanto la tensión entre un pasado y un presente, y sobre todo, vinculado a esto último, en la relación emocional que el espectador establece con la obra a medida que se profundiza esta sensación de temporalidad. A través de este ejercicio de mostración, que no deja de ser, por otro lado, una estrategia más de representación, concretamente de puesta en escena de la representación, se apunta, por tanto, en última instancia, a la construcción de una consciencia del tiempo pasado que adquiere un carácter —como no puede ser de otro modo— profundamente humano. El teatro, como la vida, acontecen en esa dimensión procesual que tiene el tiempo como un continuo transcurrir, un constante estar-pasando, como la propia representación, que se desvanece en el momento en que deja de producirse, de estar en continuo movimiento. Desde este enfoque, el teatro se revela como un espacio de lo efímero, como la vida, poblado por ausencias y recuerdos, por cosas que estuvieron ahí y ya no están, y por eso la necesidad de evocarlas, de re-presentarlas, de volver a hacerlas presentes. Para ello la escena subraya esa dimensión temporal e inmediata que está en la base de todo lo teatral.
Con el fin de evitar una narración convencional, en el primer caso Suardi recurre a una estructura temporal flexible, que con agilidad avanza y retrocede en el tiempo. En la escena suceden los recuerdos, como epifanías temporales. La escenografía de tono minimalista está delimitada por los planos de dos paredes no simétricas de un extraño pasillo que se abre hacia el público, como la boca del tiempo que nos habla del pasado, y que parece invitar al acto de la confesión o el testimonio personal. Una misma iluminación sumerge a actores y públicos en esta rara atmósfera a mitad de camino entre la realidad y la ficción. En escena se ven casi únicamente los elementos de trabajo, un sillón, una palangana y un árbol de navidad. Este último, utilizado como común denominador de toda la acción, situada en las fiestas navideñas, así como las escenas de aseo en la palangana, contribuyen a formar una atmósfera intimista. La obra habla de la vida familiar y las reflexiones personales de una mujer de edad avanzada que emigró a Argentina, se casó, perdió a su hijo en un accidente, y tiempo después a su marido, y a pesar de todo sigue adelante con su vida. Este es otro de los temas recurrentes en los biodramas, propuesto también desde el planteamiento inicial de Tellas, la capacidad de las personas de sufrir y aceptar el sufrimiento, de seguir adelante a pesar de las tragedias personales; todo lo cual termina revirtiendo en una reflexión sobre el tiempo. Entre las discusiones sobre temas cotidianos, se intercala la lectura de documentos personales, como cartas, diarios o el Reglamento del Hotel del Inmigrante, que refuerzan este carácter de mostración casi documental que tiene toda la obra. Sobre un plano de fondo en el que se van situando los accidentes que han ido hilvanando la vida de la protagonista, traídos por una memoria entre azarosa y confusa, resalta la limpia concreción de cualidad casi performativa de las escasas acciones que se realizan en escena, como la decoración del árbol de Navidad o el aseo con la palangana y el agua. El efecto de teatralidad que sostiene la obra se construye sobre el eje de tensiones entre ese tiempo referido, que se agolpa en la memoria de las protagonistas, y la concreción material de las acciones que realizan en escena, del acto performativo de la confesión en voz alta, es decir, entre el componente lejano y abstracto que va atesorando una vida, por un lado, y lo inmediato y físico que no deja de tener, por otro.
El aire alrededor gira en torno a la vida de Mónica Martínez, una maestra rural casada y con hijos. Se recurre nuevamente a un tono cotidiano y personal, desarrollado a través de una sucesión de escenas que en este caso sí parecen tener cierto orden temporal, aunque cada una de ellas mantenga una autonomía propia. Lo esencial vuelve a ser la construcción de una atmósfera que penetre más allá de las superficies de unas vidas; como dice el propio título, llegar a transmitir el aire alrededor de las personas y más concretamente de Moní. Pero para esto es necesario hacer perceptible también el aire alrededor de los actores, la atmósfera escénica.
Em comparación con la propuesta de Suardi, no se incluyen citas textuales directas, aunque sí se utilizan citas de la realidad, como el sonido del campo y una proyección constante de un paisaje de campo en una enorme pantalla rectangular que ocupa casi todo el fondo del escenario. Los diálogos, sin tener una finalidad informativa, retoman un mayor peso en la construcción sicológica de los personajes. Llevando adelante el contraste apuntado en Temperley entre lo natural (de la vida) y lo artificial (de la escena), la propuesta de Obersztern subraya este eje como un elemento clave de su construcción poética y fuente de teatralidad. La escenografía y utilería intensifican el juego de oposiciones entre su materialidad explícita, de un minimalismo casi geométrico, y la realidad natural a la que hacen referencia, ya sea a través de la pantalla, los ruidos o el pasto, superficie igualmente rectangular que se utiliza como delimitación del espacio de actuación, además de unos troncos naturales y una gallina viva. Frente a ello, los actores esperan, a menudo a la vista del público, el momento previo a su intervención, y las escenas se interrumpen igualmente frente al público. La interpretación conjuga un estilo naturalista con una constante denuncia explícita del estar-actuando, que no excluye cierto tono naif, como de juego escénico, lo cual se traslada a las reflexiones que los protagonistas, y especialmente Moní, hacen sobre la vida —ese extraño juego de la vida, al que se alude—. En la escena final, cuando el personaje principal reflexiona sobre el paso del tiempo, los cambios que conlleva la vida y la incertidumbre del futuro, irrumpe la voz grabada de la directora hablando con Mónica, tomada probablemente de una de las grabaciones que se utilizó para preparar el montaje. Sin negar el artificio inherente a todo lo escénico, ni aludir a hechos cuya referencia rebase la propia obra, el espectáculo consigue crear una impresión de cálida inmediatez y verdad humana a través de la cercanía y veracidad del propio teatro como construcción y juego. De esta suerte, la obra acierta a hablar de la vida refiriéndose a su propia existencia como representación, como paso del tiempo, comunicación casi íntima con el público ahí presente, experiencia sensorial, y la emoción que se desprende de todo ello. Esto es lo que el público finalmente termina sabiendo/sintiendo acerca de Moní, una forma de sentir, de sorprenderse ante lo cotidiano, ante lo normal, de mirar las cosas de muy cerca y agarrar el tiempo por cada instante. De este modo, a partir de esa mirada transversal, la obra consigue hacer visible justamente eso, lo cotidano, lo normal que a lo mejor no es tan normal, el misterio desconocido del tiempo construido como una sucesión de instantes.
Con Los 8 de julio, subtitulada Experiencia sobre registro de paso del tiempo, entramos en un teatro abiertamente documental que prescinde, al menos de modo consciente, de las convenciones dramáticas. La obra gira en torno a la vida de tres personas que tienen en común el haber nacido el 8 de julio de 1958, un actor, Alfredo Martín, una mujer casada que espera un hijo, María Rosa, y un piloto de aviación que pinta cuadros en sus ratos libres, Silvio Francini. A cada uno de ellos se le encomienda un trabajo que debe realizar a lo largo de seis meses, a través del cual van a estar también presentes en escena, subrayando la cualidad procesual y performativa de la propia obra como montaje. Alfredo debe filmar a María Rosa, sin llegar a conocerla directamente; María Rosa debe andar con una cámara fotográfica y pedirle a los viandantes que la fotografíen donde ella quiera; finalmente, Silvio debe hacer seis cuadros de un mismo árbol. Durante la obra, Alfredo se dirigirá al público para hablar de sí mismo y también mostrará las grabaciones en vídeo que ha sacado de María Rosa, mientras cuenta su experiencia de filmación durante esos seis meses. María Rosa, que vive en Córdoba, no estará en la escena, pero llamará por teléfono en un momento de la representación y hablará con Alfredo, que no la conoce directamente. Este ofrecerá también al público la oportunidad de hacerle alguna pregunta. Debido a su trabajo, Silvio no podrá acudir a las representaciones, y en su lugar estará su mujer, que se referirá a la vida de su marido en un tono testimonial. Por medio de este juego de referencias cruzadas, el espectáculo destaca la dimensión procesual, es decir, el hecho de estar construyéndose ahí y ahora, frente al público. Hacer visible los preparativos que han llevado hasta ese punto es otra vía para subrayar esa cualidad definitoria de lo teatral, que es su realidad como proceso, así como su imposibilidad de alcanzar un estado perfectivo en tanto que resultado u obra fija que quede para su posterior disfrute, comercialización o análisis. Nótese que en la obra coexisten diferentes modos de registrar la realidad, de grabarla y hacerla presente, como el vídeo, la fotografía o la pintura, y a todos ellos se le va a añadir la escena, haciendo visible la diferencia esencial que caracteriza a esta última en comparación con los demás, que es su carácter presencial, inmediato y físico, su realidad irreductible.
Abriendo y cerrando la obra se proyectan imágenes de personas que el 8 de julio de 2002 estaban por la Plaza de Mayo, a las que se les plantea dos preguntas: primero, ¿cómo les fue ese día? y al final, ¿qué esperan hacer el 8 de julio del 2007? Las proyecciones dan entrada a un fondo social y político que impulsa el alcance de la obra más allá de la existencia personal de sus protagonistas. Estas personas anónimas explican las dificultades sociales y económicas por las que atraviesa Argentina y sus propias vidas. La obra se cierra con el sonido de fondo de los disparos de los policías por los disturbios populares de piqueteros frente a la Casa de la Gobernación. De este modo, Catani consigue mezclar el registro personal y cotidano de sus protagonistas con la dimensión social abierta por estos otros personajes anónimos presentes en escena a través de las imágenes.
Los 8 de julio obliga a reflexionar sobre un aspecto que atraviesa en mayor o medida casi todos los biodramas y, en términos más generales, el fenómeno teatral, que es el juego entre las presencias y las ausencias. La imposibilidad para dos de los protagonistas de estar en escena hace que sus ausencias estén muy marcadas, oponiéndose a las presencias tan físicas y concretas en un espacio vacío de los otros dos intervinientes, convertidos inevitablemente en los actores de la obra. Como en el caso de Temperley, aunque en un sentido más físico y material ahora, el teatro se vuelve a revelar como un espacio donde entran en diálogo unas presencias con unas ausencias. Entre estos dos polos, que coexisten en el mismo actor cuando este interpreta un personaje, se establece un juego de distancias y tensiones que constituye una de las fuentes primordiales de la teatralidad. El sistema de referencias cruzadas entre unos y otros, Alfredo hablando de María Rosa a través de los vídeos, María Rosa llamando por teléfono, Silvio hecho presente a través de su mujer y sus cuadros, potencia la teatralidad de todo el montaje. El hecho de que los actores no salgan al final a recibir los aplausos, enfatiza la idea de que los protagonistas de la obra son también todos esos ausentes, el personaje anónimo y colectivo que se hizo presente sin estar ahí físicamente, y que siendo reflejo del mismo público (argentino) sentado frente a la escena. Esta dimensión liga forzosamente la escena con el tema de la muerte, que ha conocido tantas reflexiones desde el mundo del teatro. En el trabajo de Oberzstern se acentúa esta sensación de ausencia, que a su vez está relacionada una vez más con lo efímero de la realidad y el paso del tiempo. Al público le queda la decisión de creer en la veracidad o el engaño de todo lo que se está contando en escena, incluido el proceso de montaje de la obra, es decir, las filmaciones, fotografías y pinturas realizadas por sus protagonistas. Cuando se le brinda al espectador la oportunidad de preguntar a María Rosa algo por teléfono, este ve confrontada sus dudas con una realidad que se le está imponiendo, una realidad que desde fuera irrumpe en el espacio de la ficción —¿realidad verdadera o ficticia?—. Sin embargo, no es este efecto de realidad el que confiere fuerza al espectáculo —lo cual sería eliminar la potencialidad poética del teatro como arte—, sino la realidad del propio montaje capaz de alcanzar un plano poético para proyectar los elementos de partida hacia una reflexión más amplia sobre los misterios de la vida y el paso incierto del tiempo, la apertura de los lenguajes escénicos a una pluralidad de interpretaciones. En este sentido, finalmente, llega a ser indiferente si lo que se esconde detrás de la obra es una pura ficción o es verdad, o son las dos cosas a la vez, pues para entonces el teatro ha conquistado ya su propia realidad.
El teatrista suizo Stefan Kaegi fue invitado al ciclo de biodramas por su trayectoria anterior que lo avala en este tipo de propuestas a mitad de camino entre la ficción y la realidad. En su anterior montaje en Argentina, Torero portero, tres personas en paro que habían sido porteros de edificios cuentan en plena calle anécdotas sobre su trabajo, interfiriendo con los peatones. En esta ocasión, teniendo en cuenta la ubicación del Teatro Sarmiento en un lateral del zoológico de Buenos Aires, Kaegi decide subir los animales a escena a modo de pequeño homenaje teatral al propio zoológico. Para ello convoca a través de la prensa (procedimiento utilizado también para otros biodramas) a personas con sus mascotas. Finalmente, se selecciona a tres dueños: de una perra, de dos tortugas y de catorce conejos, respectivamente, a los que se une un hacker informático que intervendrá con una iguana, que se le compró expresamente para la representación, y un cuidador de perros que aparece al final. Cada uno de los dueños le cuenta al público el proceso de selección que le llevó a formar parte de la obra y los problemas que hubo que resolver para su realización, con lo que se resalta una vez más la condición procesual y en cierto modo abierta de todo lo que está teniendo lugar en escena. Alternativamente, van leyendo unos textos numerados en los que se da cuenta de esta peculiar historia escénica. Al mismo tiempo, muestran de un modo performativo cómo es su relación con los animales y el comportamiento de estos entre sí. Los animales garantizan un elemento de azar, imprevisibilidad y realidad no actuada que sirve de reto y atractivo en la poética de un autor basada en estrategias de desestabilización de las convenciones escénicas. Un animal en escena supone una especie de escándalo semiótico que cuestiona el funcionamiento de la re-presentación desde su no conciencia teatral, desde su innegable presencia y carencia total de distancia sobre sí mismo. La tensión que se produce entre aquellos elementos de la representación ya previstos, como la lectura de las fichas, y los que se escapan al principio de la repetición, se convierte, al igual que en otros biodramas en los límites con la realidad, en otra fuente de teatralidad, de juego de tensiones entre dos espacios, el del teatro y el de aquello que escapa al teatro, lo previsto y el azar, la ficción y la realidad. Para que este juego sea posible es necesario la duración en tiempo real que posee el teatro, como explica el director: “Lo que me encanta del teatro —y por eso dejé las artes plásticas— es que obliga al espectador a concentrarse en una duración, una narración temporal” (en Pauls). A lo largo del montaje se proyectan grabaciones en las que una bióloga habla sobre el comportamiento de los animales, planteándose preguntas acerca de la posibilidad de que un animal sea consciente de estar actuando o pueda llegar a mentir a su dueño. Más inquietante resulta, no obstante, el planteamiento contrario, también presente en la obra: la mirada del animal como desencadenante de la teatralidad del dueño, que no deja de actuar frente a él, o el dueño tratando de imitar a su mascota, convertida así en personaje principal. En cualquier caso, se lleva la posibilidad de la representación al límite, aunque desde unos parámetros materiales que no buscan directamente los desarrollos poéticos fundamentales en otros biodramas, a pesar de la construcción de ciertas imágenes casi surrealistas a lo largo de la representación.
Al margen del ciclo oficial Tellas dirige una obra que por sus condiciones específicas se sitúa igualmente en los márgenes del teatro. Mi mamá y mi tía, interpretado por primera vez en el 2003, se adscribe a un género que la directora denomina “teatro de familia” y a un ciclo que ella misma ha seguido desarrollando bajo el título de Archivos.6 La obra, interpretada por los familiares reales a los que alude el título, cuenta la memoria de la familia a través de recuerdos, fotografías, vestidos y otros objetos que evocan un pasado ya lejano, sin excluir la breve intervención de la tercera hermana, cuando esta se encuentra en Buenos Aires. El contexto pragmático que rodea la representación, el tratarse de un acto privado, casi familiar, que acaba en un baile al que se invita al público, seguido de un pequeño convite de tradición judía, el no cobrar entrada y no actuar en un espacio profesional, contribuye a situar el acto a mitad de camino entre el teatro y la presentación documental. Resulta interesante el hecho de que si se cambiase el contexto de comunicación, representando la obra en una sala profesional a la que se accede con entrada, sería más difícil dejar de considerarla una obra teatral en sentido riguroso. Las intervenciones esporádicas de la directora, situada a un lado de la escena, ayudan a guiar en algunos momentos el camino de la representación. No es fácil considerar la presencia de Tellas como una tercera actriz de la obra, pero en un teatro profesional esto ocurriría automáticamente. Asimismo, la veracidad de todo lo que se cuenta es aceptada por todos los asistentes, que conocen el tipo de obra a la que han acudido, previa explicación de la directora, mientras que si se tratase de una presentación profesional la realidad o la ficción de lo que se dice en escena pasaría a ser responsabilidad de un público ajeno a su proceso de construcción. No es fácil referirse a las protagonistas de la obra, Graciela y Luisa Ninio, como actrices, dado el tono de inmediata naturalidad con el que se lleva a cabo la presentación, sin embargo, sosteniendo todo esto no deja de haber un guión que lo articula, un texto dramático construido sobre la historia familiar que hace posible su re-presentación cada semana, su repetición. Es importante destacar que entre las muchas cosas que se narran, se incluyen datos y fechas importantes de la historia de la familia, sin embargo, las escenas centrales giran en torno a episodios cotidianos, a pequeñas anécdotas surgidas aquí y allá. Una vez más, uno de los efectos de teatralidad reside en la tensión entre la profunda carga de naturalidad (de vida) de lo que se está contando y el necesario artificio que implica la situación de su representación, el hablar frente a un público ordenadamente dispuesto para la situación, la utilización de luces, aunque mínimas, de un micrófono y otros elementos de apoyo, que acentúan la presentación física, material e inmediata, es decir, teatral, de todo ello. El inicio de la obra con las dos protagonistas jugando al bingo introduce desde el comienzo un aire de espontaneidad apoyado en un trabajo performativo. Estos aspectos hacen posible que la obra pueda combinar el tono de espontaneidad, de verdad, con una estructura que hace posible su repetición. El contraste entre ambos polos, naturalidad y artificio, se convierte en una fuente de teatralidad y constituye otro de los centros de interés del proyecto de Tellas: Parte de esta investigación está ligada al tema de la repetición, un rasgo teatral por excelencia pero que aparece naturalmente en la gente. Los actores tienen una técnica para repetir sus escenas y hacer que eso resulte siempre nuevo. Pero a mí lo que me interesa es la teatralidad natural que aparece en la repetición o en la mentira, otro mecanismo muy teatral. (En Espinosa)
Si consideramos este espectáculo como una obra de teatro, diríamos que el montaje alcanza un enorme grado de verdad, la transmisión de un innegable sentido de vida, de humanidad; si lo consideramos un acto testimonial, se pondría de manifiesto la construcción de una rudimentaria situación escénica realizada para este fin. El acto llega a expresar una profunda emoción de vida, a la que se llega a través del sentimiento de verdad que transmiten las dos protagonistas, la pregunta sería: ¿si todo lo que han contado fuera una invención, qué cambiaría de cara a su consideración teatral? y ¿qué cambiaría en cuanto a su consideración como testimonio humano?
Antes de extraer las conclusiones finales, analicemos la última obra, en términos cronológicos la sexta del ciclo, La forma que se despliega, de Daniel Veronese, donde se añade un elemento nuevo a los considerados hasta ahora. Como en los casos anteriores, este biodrama tiene también una peculiaridad que lo diferencia del resto, una licencia con respecto a las condiciones de partida, y es que no está basado en la vida de una persona real, aunque de no saberlo, el espectador bien podría creerlo así. El director imprime un giro en el proyecto para convertirlo en un doble reto, por un lado, a nivel humano, en una reflexión acerca, no de una persona, sino de un sentimiento, convertido en obsesión, el dolor humano en general, pero concretado en el supuesto de la muerte de un hijo (en este sentido, se podría decir que el protagonista del biodrama es el mismo director a través de su obsesión); y, por otro lado, a nivel escénico, en una reflexión acerca del teatro, la condición perversa del actor como sustituto y los límites de la credibilidad del teatro en tanto que expresión ficticia (Durán). La discusión de estos dos puntos ha acompañado la mayoría de los biodramas, pero en este caso Veronese, dando un paso más en su poética personal, los convierte en objeto explícito de investigación, enfrentando la situación dramática y teatral contra sus límites, empujándola por un callejón sin salida para ver qué ocurre. En un tono confesional característico de todo el ciclo, la obra presenta a una pareja que habla de su historia personal. El diálogo termina alcanzando el punto central sin que este llegue a ser nombrado de forma explícita: la ausencia del hijo. Una vez más se trata, por tanto, de una reflexión sobre una ausencia, entendida como pérdida; así lo explica el director en el dossier de prensa: “una obra sobre lo que no se tiene. El teatro está hecho de la falta y su correspondiente melancolía.” Esta profunda sensación de melancolía es la que se apodera de la escena al final de muchos de los biodramas, pensemos en Los 8 de julio o en El aire alrededor, por citar dos ejemplos, una mirada melancólica provocada por un sentimiento de vacío o pérdida que atraviesa toda la Modernidad, como nos recuerda Walter Benjamin.
Esta suerte de confesión en la que consiste la mayor parte de la obra se hace ante un extraño personaje que parece haber convocado a esa pareja para que hablen de su drama, una especie de alter ego, por tanto, del propio director. Salvo escasas intervenciones, este personaje permanece callado, mirando sombrío desde la distancia, entre dolorido e indiferente, a menudo casi como una presencia ausente. Este personaje maneja un piano de juguete de pequeñas proporciones que toca de vez en cuando, mientras que se refiere a la pareja como “los niños” en un tono entre superior y despreciativo. Tras su estreno en el Teatro Sarmiento, la obra siguió representándose fuera del ciclo con algunas modificaciones, como la introducción de una nueva actriz, que haría de compañera de este personaje, al que “los niños” llaman el artista. El espacio hace pensar en una reducida sala de estar compartida por actores y espectadores, en la que están situados los asientos de cada una de las parejas (si nos referimos a la versión última), formando ángulo recto, y una pequeña mesa en el centro. En el montaje inicial hay también un piano real envuelto en plástico transparente, como una cita de una realidad verdadera en un mundo de ficciones. El espacio está cerrado en sus otros dos lados por las escasas filas de asientos para el público. Los espectadores presencian la violenta situación emocional desde una incómoda proximidad, que les confiere una condición casi de voyeur, hasta el punto de convertirse de manera tangencial en un tercer personaje más dentro de este triángulo formado por cada uno de los grupos (lo que se acentuaba en el Teatro Sarmiento al dejar visible el patio de butacas vacío, pues el público estaba sentado en el mismo escenario): la pareja que habla, la pareja que escucha y los espectadores, que también escuchan a unos y otros, como jueces últimos de este juego perverso de sustituciones y engaños que también es el teatro, donde la realidad, incluso la realidad más cotidiana, adquiere a menudo —como explica la directora del ciclo— una apariencia siniestra por ese inevitable sistema de desdoblamientos que se acentúa en los biodramas:
El teatro es una experiencia siniestra, ya de por sí lo es en el sentido clásico freudiano. Algo inerte que se vuelve vivo, un lugar donde lo cotidiano se te vuelve extraño y en el que te ves pero no sos vos. Eso está siempre muy presente en todo hecho teatral y más aún en una experiencia como Biodramas. (Tellas)
El espectáculo va creciendo en intensidad emocional a medida que se acerca al final. Como en otros biodramas, la percepción del instante, del momento inmediato, se hace cada vez más fuerte, y es desde esa reivindicación de un aquí y ahora efímero, pero real, que la realidad referida, el mundo extraescénico y lógica temporal queda desubicada, descubierta como construcción, desequilibrada por efecto del surgimiento de una verdad específicamente escénica que ya no es, como explica el director, copia de la realidad: “No intento copiar la realidad; intento producir verdad en sus innumerables formas. Intento encontrar verdad porque ella es siempre revolucionaria” (en Pacheco 6). De este modo, se consigue arrojar otra mirada sobre la realidad, una mirada que el propio director, integrante de El Periférico de Objetos, llamaría periférica, desde la cual se consigue manifestar la realidad como un momento de epifanía, de revelación. A medida que se acerca este estadio, la relación entre las dos parejas se hace más tensa y comienzan los reproches: los unos acusan a los otros de su posición de artistas, de embellecedores de la realidad con su “musiquita ridícula”, de su deseo de crear una forma que se despliega envolviéndolo todo, como una nota de piano; por su parte, los “artistas” toman la palabra final para descubrir el engaño, desvelando la identidad de los “niños” como actores a los que han pagado para que finjan un dolor que no han sufrido y que solo lo interpretan, mientras que ellos, ahí en silencio, sin poder llorar, son los que sí conocen realmente ese dolor. La obra da así un giro inesperado, introduciendo una distancia que hace visible ese juego de teatro dentro del teatro, una distancia que no deja de separar dos niveles de ficción, uno que se presenta como falso, fingido, y otro como real. El efecto de realidad se intensifica mediante esta distancia de desvelamientos; aunque el mismo juego de sustituciones y falseamientos podría seguir desplegándose hacia la pareja de artistas, que al fin y al cabo son también actores, pero igualmente se despliega hacia los mismos espectadores, que en un juego de cajas chinas se ven enfrentados a la pregunta de si es posible sufrir verdaderamente un dolor que no se ha vivido, como la pérdida de un ser querido. ¿Quiénes sufren el dolor? ¿Dónde están los límites entre la verdad y el fingimiento del dolor? ¿Cómo es posible expresar lo inexpresable, dar una forma a algo tan informe? Antes que una respuesta, se ofrece una reflexión escénica acerca de todo ello, en la que se pone de manifiesto el poder de manipulación de la escena, imagen al mismo tiempo del poder de manipulación de otras escenas infinitamente más potentes, que son los grandes escenarios mediáticos. La diferencia entre la escena teatral y los escenarios mediáticos radicaría en la capacidad esencial a la primera para alcanzar una verdad poética a partir de ese ejercicio de fingimiento físico, sin la cual la obra sería fallida.
Finalmente, la función termina girando sobre sí misma, para llevar a cabo una reflexión acerca del teatro —podríamos añadir: de la vida misma— como un mundo de engaños, pero también de realidades, la propia realidad de la interpretación, del juego del actor. La pregunta última no sería acerca de la verdad o la mentira de lo que se está contando, sino del efecto de verdad —y en este caso, pues se trata de vidas de personas— de verdad humana que contiene la obra. El intento por hablar de la vida ha terminado conduciendo al teatro a hablar de su propia vida, de la vida de las formas, de las realidades escénicas, que son un juego de sustituciones en el que unas realidades no dejan de reenviarnos a las otras, y viceversa.
En esto consiste uno de los atractivos singulares del proyecto de los biodramas, en el efecto de cuestionamiento que tiene de cara al público, al encontrarse este confrontado a un peculiar sistema de tensiones entre dos mundos opuestos, el del teatro y el de la vida. La pregunta —inevitable— se plantea una y otra vez: ¿será verdad o mentira lo que me están contando?, ¿es un truco o una realidad? ¿es una persona de verdad o un actor?; una cuestión inquietante que no encuentra respuesta, pues la verdad y la mentira del teatro y la vida son ontológicamente diversas y al mismo tiempo se superponen. En la escena todo es verdad y mentira a la vez, todo está fingido (preparado para su interpretación frente a un público), pero también, por ello mismo, vivido como interpretación; todos son inevitablemente actores, pero por eso mismo también personas reales. Esa humanidad es el barro con el que se construye el teatro. Dentro del sistema teatral, todo es un engaño, pues está preparado para su re-presentación, pero al mismo tiempo contiene una verdad, la del propio juego de la interpretación, del performance que se despliega frente al público, una experiencia sensorial de innegable realidad; por eso nos recueda Peter Brook que todo en la escena es verdad —la verdad del acto de la interpretación—, a diferencia de la vida, donde verdades y mentiras tratan de encubrirse: “La seule différence entre le théâtre et la vie, c´est que le théâtre est toujours vrai” (en Picon-Vallin 14). Esa sería, en última instancia, la perspectiva que el arte en general y más concretamente el teatro abre para la realidad verdadera de la propia vida, el hecho de que detrás de tanta realidad también se esconde un mucho de representación, de engaño, pero también por eso, de ilusión y juego: la poesía de la realidad hecha visible a través de la mirada teatral.
Consejo Superior de Investigaciones Científicas- Madrid
Bibliografía
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PICON-VALLIN, Béatrice, ed. Le film de théâtre. Paris: Centre National de la Recherche Scientifique, 1997.
TELLAS, Viviana. “Siempre queremos ser mirados.” En Ámbito Financiero (3 agosto 2002).
Notas:
1 Este trabajo se enmarca dentro del proyecto de investigación “La teatralidad como paradigma de la Modernidad: análisis comparativo de los sistemas estéticos en el siglo XX (desde 1880)”, financiado por el programa “Ramón y Cajal” del Ministerio de Educación y Cultura de España.
2 La televisión francesa, por ejemplo, pasó de 400 horas de documentales en 1991 a 2500 en 2001, lo que ya sido calificado como “L´irrésistible ascension du documentaire” (Le Monde 3.VII.2004: 4).
3 A este respecto, una curiosa reflexión desde el cine puede encontrarse en la película del director español Achero Mañas (2002) Noviembre, en la que se narra con una estrategia documental la historia de un grupo de teatro de calle que trató de convertir sus producciones en verdadera realidad. A través de sus espectáculos fueron llevando más lejos este principio, hasta llegar a representar un atentado terrorista en plena calle, dejando que la gente, incluidas las fuerzas públicas, lo tomaran como algo cierto, como una realidad no artística. Aunque la historia del grupo se sitúa en los años noventa, las personas que aparecen dando testimonio sobre aquella aventura teatral son los verdaderos protagonistas del teatro español más comprometido de los años sesenta y setenta.
4 A este respecto, una curiosa reflexión desde el cine puede encontrarse en la película del director español Achero Mañas (2002) Noviembre, en la que se narra con una estrategia documental la historia de un grupo de teatro de calle que trató de convertir sus producciones en verdadera realidad. A través de sus espectáculos fueron llevando más lejos este principio, hasta llegar a representar un atentado terrorista en plena calle, dejando que la gente, incluidas las fuerzas públicas, lo tomaran como algo cierto, como una realidad no artística. Aunque la historia del grupo se sitúa en los años noventa, las personas que aparecen dando testimonio sobre aquella aventura teatral son los verdaderos protagonistas del teatro español más comprometido de los años sesenta y setenta.
5 Museos fue un proyecto del Centro de Experimentación Teatral de la Universidad de Buenos Aires, coordinado igualmente por Tellas, que empezó en 1994 y ha conocido una edición anual entre 1995 y 2000. Los directores invitados fueron Pompeyo Audivert, Cristina Banegas, Beatriz Catani, Cristian Drut, Emilio García Wehbi, Eva Halac, Paco Giménez, Federico León, Mariana Obersztern, Miguel Pittier, Rafael Spregelburd, Luciano Suardi, Rubén Szchumacher, Alejandro Tantanian, Helena Tritek
6 La segunda obra de este ciclo, Tres filósofos con bigote, enfrenta la escena a la filosofía, dando entrada a tres profesores de filosofía de la Universidad de Buenos Aires que discuten sobre diferentes temas filosóficos en un tono lúdico rayano en lo satírico, al tiempo que hacen referencia a aspectos de sus vidas personales.
Referencia bibliográfica:
«Biodrama. Sobre el teatro de la vida y la vida del teatro», Latin American Theater Review (Kansas University) 39.1 (Fall 2005), pp. 5-27.